“Las ideas se discuten, la situación se discierne” J.M.Bergoglio
Resulta preocupante que la conmemoración de los 40 años de recuperación de la democracia argentina se dé en un clima de insatisfacción, descontento y “bronca”, debido a que el régimen político cumple bastante bien la dimensión procedimental (se accede al gobierno de manera pacífica, a través de elecciones periódicas y libres) pero presenta serias deudas en su faz sustancial, puesto que no garantiza al conjunto de la población que “se coma, se eduque y se cure” como se prometió en su etapa fundacional. Pero la culpa no es de la democracia.
Estamos frente a un fenómeno que excede a la Argentina: el debilitamiento del vínculo representativo.
Si echamos un vistazo a las expresiones utilizadas en diversos discursos y candidaturas políticas, encontraremos con cierta frecuencia el empleo de categorías religiosas o teológicas (algunas más explícitas que otras). Por ejemplo, se ha revelado eficaz referir a la dirigencia (no solo política) con el apelativo peyorativo de “casta”, acuñado por quienes levantan una bandera: aquella desde la cual se maldice al Estado en su rol de órgano de conducción de la comunidad política, se ve a la justicia social no como un valor rector sino como una “aberración”, se cuestionan los derechos humanos, y se propugna que la salvación pasa por el individualismo a ultranza, propietario absoluto, orientado sola y “racionalmente” por el sistema de precios (según una fiducial lógica de los mercados), del cual cabría esperar, como derivación, la felicidad del conjunto.
Quienes erigen este estandarte se autocomprenden filosóficamente como anarco-capitalistas (un liberalismo económico rancio y radicalizado) y ven en el minarquismo (el Estado mínimo, gendarme) una receta para gestionar la transición hacia un nuevo orden social, de dudosa concreción empírica. No son nuevos en la Argentina los discursos de pérdida del sentido comunitario y de descrédito de lo público. Cobran intensidad en momentos de crisis. Pero en materia de política electoral y gubernamental no se puede desconocer que, en un nivel más pragmático, según evocara Andrés Malamud en “El oficio más antiguo del mundo”: “como decía Myke Tyson, todos tienen un plan hasta que les pegan la primera piña en la cara”.
Asimismo, el discernimiento nos permite advertir otra bandera: aquella desde la cual si bien no se reniega de la existencia del Estado, se matiza su función con el principio de subsidiariedad (que permite las asociaciones intermedias como las cooperativas de trabajo) y se insta a la participación activa en la toma de decisiones (responsabilidad que complementa la representación), al tiempo que se reivindica la justicia social (expresamente aludida en nuestra Constitución Nacional, artículo 75º inc 19) “que representa un verdadero y propio desarrollo de la justicia general, reguladora de las relaciones sociales según el criterio de la observancia de la ley” (Compendio DSI nº 201); y se considera que el derecho de propiedad no debe obstaculizar el destino universal de los bienes, en un sentido de solidaridad, puesto que “nadie se salva solo”. De allí se deriva el bien común.
Quienes erigen este estandarte lo hacen desde una perspectiva comunitarista, atentos al principio paulino de sobreabundancia en la historia, encontrando “experiencias de salvación comunitaria” que ya se están dando, especialmente entre los pobres y sus formas de organización por derechos, como los movimientos populares y sus demandas de tierra, techo, trabajo y tecnología.
Así, parafraseando la simbología de Ignacio de Loyola, cuya sabiduría inspira el lúcido Magisterio Social del Papa Francisco, la Argentina asiste al enfrentamiento de “dos banderas”: una darwinista, que expresa el paradigma tecnocrático hegemónico en los últimos 200 años en el mundo, y que erige la econometría como única matriz interpretativa, derivando autoritaria –al menos en el plano cultural- y generadora de descarte socio-ambiental; la otra bandera es humanista y encarna un paradigma alternativo: el de la ecología integral, en el cual se insta al diálogo entre los conocimientos científicos y los saberes populares, desde una perspectiva democrática y fraterna.
El discernimiento supone elegir entre estas dos banderas. La coyuntura argentina nos demanda optar como ciudadanos y ciudadanas por el proyecto histórico que se oriente a generar vida y vida en abundancia para nuestro pueblo, es decir, el desarrollo humano, integral y sostenible.
Sabrina Marino, teóloga
Agustín Podestá, teólogo
Aníbal Torres, politólogo
Integrantes del Grupo de Trabajo CLACSO Transiciones justas y cuidado de la Casa Común