Qué es lo primero entre trabajo, la educación y la salud

Por Héctor Gurvit

Cuántas veces hemos escuchado hablar sobre la necesidad de “educar al soberano”. Famosa máxima de Sarmiento. Como si educar fuera la respuesta y el camino que nos hará mejores. En una sociedad donde todavía la meritocracia está por sobre la acción colectiva, poco se puede hacer con la educación

El individualismo se vence en la fábrica, en la empresa, con quienes se  comparte en el mejor de los casos un tercio de cada día laborable. Donde los conflictos gremiales se resuelven, repito, colectivamente.

Para qué abrumar al lector escribiendo sobre las universidades en cuanto a cifras tales como: cantidad, ubicación, estudiantes o carreras, como si esas dimensiones fuesen el camino a la realización de una sociedad mejor.

Lo que dignifica, lo que cohesiona, lo que nos hace mejores empieza por el trabajo, el trabajo registrado. Ser parte de una micro-sociedad en donde se pueda vivir con dignidad y donde la patria sea el otro. Esa es la primera universidad que necesitamos.

Sería ingenuo pensar en la educación como fin. Porque tenemos un problema mayor. Padres que han sido marginados del campo laboral cuyos hijos nunca los han visto trabajar. Cumplir un horario, integrarse.

Sería infantil pensar que los padres, en tanto tengan trabajo y puedan satisfacer sus necesidades básicas, no quieran que sus hijos se educen. Habrá casos, pero son porcentualmente ínfimos. La conocida obra de teatro “M’hijo el dotor[1] muestra un adolescente que vuelve al hogar de su progenitor y pretende cambiarle los hábitos y costumbres. Ese es el conflicto, pero en esa segunda historia de la que habla Ricardo Piglia en “Once tesis sobre el cuento” está el orgullo de un padre frente a su hijo médico, que ha superado el entorno para erguirse como el primer universitario de la familia.

Pensar en ese tipo de trabajo (fábrica, empresa) es complejo en este mundo de la globalización donde priman los robots que desplazan el trabajo manual. Donde un ex ministro de educación afirma que los nuevos trabajadores tienen que acostumbrarse a vivir en la  incertidumbre y que les guste.

Después del trabajo, inmediatamente después, está la educación y la salud. Las  universidades del conurbano cumplen en ese sentido un rol fundamental. La universidad cerca del hogar, la universidad entretejiendo vínculos entre los habitantes que circunstancialmente habitan el mismo territorio. La universidad educando incluso a los que viven en ese entorno y no estudian en ella. Porque la universidad crea una suerte de esperanza para las generaciones siguientes. Su proximidad es un factor de cambio. La universidad se introduce en la vida de sus vecinos y vecinas, se incrusta. Es una luz, una forma de ver la vida, que es el futuro, como posible. 

En el caso de las universidades llamadas del bicentenario las críticas fueron (son) feroces. Y no obedecieron a una justificación con bases estrictamente comprobables. Las argumentaciones  a que hacen referencia son elitistas y obedecen a imposiciones que desvirtúan cualquier análisis serio. Recordemos la funesta declaración de la gobernadora Vidal cuando afirmó: “nadie que nace en la pobreza llega a la universidad” desmentida con los hechos habida cuenta de que, no pocos estudiantes, provienen de familias con pocos recursos y son primera generación de universitarios.

Desvirtúo la falsa estadística sobre ingresos y egresos de estudiantes que intenta estigmatizar el liberalismo. El hecho de que no se gradúe no es una medida del fracaso sino un índice de su mérito.

La universidad crea un vínculo “per se” en la sociedad en donde se asienta. Acaso Buenos Aires no puede sustraerse de tener una de las universidades más prestigiosas del mundo. La Plata tiene también un vínculo inseparable con su universidad. En el mismo sentido se puede hablar de la universidad de Córdoba.

El panorama es alentador. Si en el curso de unos 25 años contamos con todas las universidades que contamos no podemos estar más que contentos a pesar de las idas y vueltas sobre el impulso o no de cada una en cada ciclo político.

Seis, en la primera etapa, durante los gobiernos de Carlos Menem y siete en los gobiernos de los Kirchner.

“Entre1989 y 1998 se crean veintidós universidades privadas y diez nacionales, seis de ellas ubicadas en el Conurbano Bonaerense: La Matanza, Quilmes, General Sarmiento, General San Martín, Tres de Febrero y Lanús. Entre 2007 y 2015, se nacionalizan dos institucionales universitarias y se crearon trece nuevas casas de estudio, siete localizadas en el conurbano bonaerense: Avellaneda, Moreno, del Oeste (en Merlo), Arturo Jauretche (en Florencio Varela) y José C. Paz, Hurlingham y Guillemo Brown. Si bien se trata de configuraciones institucionales relativamente recientes, en sus idearios fundacionales se bosquejan ideas-fuerza ligadas a la noción de universidades inclusivas.[2]

Se ha abierto una ventana política que nos trasmite esperanza. Las nuevas universidades tienen una impronta que nos diferencia positivamente del mundo. Son inclusivas (ya se dijo), gratuitas y abiertas a la comunidad. El tiempo nos dará la razón. De la cantidad surge la calidad. Esta definición, este postulado del materialismo dialéctico nos permite pensar en un futuro mejor. Nos permite afirmar que, con cada universidad que se crea, una nueva perspectiva se ciñe sobre nuestra patria. Un paso más hacia la superación de las desigualdades socio-educativas existentes.


[1] M’hijo el dotor es una obra teatral escrita en 1903 por el dramaturgo uruguayo Florencio Sánchez.. Es un drama rural en tres actos que presenta un choque entre la gente perteneciente a la sociedad rural de principios de siglo, y los que se han mudado a la ciudad.

[2] Laura Rovelli. (1) Politóloga, docente e investigadora en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata y en el Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (IdIHCS-CONICET-UNLP). Antigua migrante académica en el área metropolitana de Buenos Aireas, establecida en el presente en el Gran La Plata.