Por Mariela Franzosi
¿Qué tienen en común cualquiera de los femicidios diarios que suceden en la Argentina y el asesinato de Fernando Báez Sosa el 18 de enero en Villa Gesell? A primera vista parecería ser que no mucho, salvo la violencia mortal que sufrieron estas personas. En los femicidios, las que mueren son mujeres y quienes asesinan, en la mayoría de los casos, son varones parejas o ex parejas de las víctimas. En el caso de Fernando, la víctima era un varón y los asesinos también varones que no lo conocían previamente. Y lo más triste de todo: las muertes de mujeres ya no sorprenden, ya no retenemos sus nombres, las leemos o escuchamos día tras día en una especie de estado de anestesia tremenda. Pero la muerte de Fernando impactó en lo más profundo y generó reacciones de repudio social y manifestación como hace tiempo no se veían en el país, lo que nos da la posibilidad de poder pensar en esto un poco más.
Porque estos crímenes tienen mucho más en común de lo que pensamos y tienen que ver con la violencia machista, una violencia que nos va a atravesando casi de manera imperceptible a todes desde que nacemos y que en determinadas circunstancias -lamentablemente mucho más seguido de lo que suponemos- termina matando. Es cierto que en la infinita mayoría de los casos la violencia machista mata mujeres, pero algunas veces también mata varones. Y ni siquiera varones gay. Simples varones, como Fernando.
Socialización violenta
Para entender mejor de qué estamos hablando tenemos que ir más atrás, bastante más atrás: a las infancias. Cuando somos pequeños, pequeñas, nos educan según seamos nenas o nenes de maneras bien diferenciadas. Si somos niñas, se habilita la sensibilidad, la empatía, la demostración de cariño y la habilidad para cuidar de otras personas. Como contrapartida se inhiben muchas otras, pero eso es algo para profundizar en otra oportunidad.
A los niños, en cambio, se los impulsa a ser temerarios, a desplegar potencia física (con juegos violentos tipo piñas con el papá desde que tienen uso de razón), a competir con los otros, a ser ganadores. Y a no demostrar sensibilidad, no manifestar sentimientos de empatía, de dolor o de miedo, no parecer débiles. A la vez, se refuerza la idea de que lo femenino es eso que está del otro lado, “lo otro”, lo que no es como ellos y lo que no se debe parecer: “no seas maricón”, “llorás como una nena”, “dale, pegá fuerte, parecés puto”. ¿Cuántas veces escuchamos (o dijimos) estas frases a nenes de entre 3 y 12 años? Seguramente muchísimas.
Éste es el mensaje que va quedando, que se va internalizando y generando los mandatos que nos dicen cómo tenemos que vernos, cómo tenemos que comportarnos y qué es lo que tenemos que esperar de les demás para que encajen dentro de lo “normal”, de lo esperado, “lo que está bien”.
Más adelante, en la adolescencia, determinados contextos actúan de manera de potencializadores de este mensaje violento. Ciertos ambientes deportivos o espacios de socialización masculina, tipo “patotas” o barras, acentúan la violencia y la intolerancia hacia cualquier otre diferente: mujeres, homosexuales o varones que no pertenezcan al grupo, que sean de otro club, otro barrio, otra ciudad o, por supuesto, otra clase social.
Claro que la culpa no es del deporte, pero en estos días hemos escuchado y leído infinidad de anécdotas acerca de ritos de “iniciación” relacionados con el rugby que tienen mucho de violencia y nada de camaradería. No podemos ser tan ingenues de pensar que ni los entrenadores ni las familias o las autoridades de los clubes tienen conocimiento acerca de estas prácticas. Sin embargo, se mantienen generación tras generación como una “marca” imborrable, un estigma que los hace parte de ese grupo de varones en los que la violencia forma parte de los “valores” que sostienen a diario y que se potencian unos a otros, sobre todo cuando están en grupo y actúan como “manada”, porque parecen animales, aunque nada tiene esto de “natural”.
¿Por qué un chico de 14 o 15 años no puede frenarse ante un otro de su misma edad que le está diciendo que no le pegue, que él no quiere pelear? ¿Por qué un joven de 19 o 20 años no se detiene ante un otro que está desmayado en el piso a punto de morir ensangrentado? ¿Qué convierte a un jugador de rugby en asesino? La socialización violenta de una cultura machista y patriarcal.
¿Cómo modificamos esto?
La parte “positiva” de esto es que cada vez más logramos visibilizar estas situaciones y podemos darnos cuenta de que no se trata de “impulsos naturales” o patologías que generan violencia en determinadas personas. Nada que ver. Se trata de una cuestión cultural, aprehendida, y como tal puede modificarse.
Así como estamos socializades en la violencia, podemos generar una socialización basada en el respeto y la tolerancia. Con educación, con voluntad política y con información, esta realidad se puede modificar. La ESI, la educación sexual integral que define la ley 26.150, tiene entre sus principales objetivos el de desarticular estos estereotipos de género en las infancias que establecen comportamientos, gustos y habilidades diferenciadas para nenes y nenas, y anulan y estigmatizan a quienes demuestran intereses u orientaciones diferentes.
Comprender y aceptar que no hay superiores ni inferiores, que no hay nosotres y les otres, que somos personas diferentes y que podemos expresarnos según nuestra singularidad, sin lastimar ni violentar a les demás, que las cosas no se arreglan “a las trompadas”, ni es necesario demostrar cuán macho se es violentando a otra gente, mujeres o varones.
Si como sociedad rechazamos de plano esta violencia machista, la reconocemos y aceptamos que hay que desarticularla, seguramente haya muchas menos muertes para lamentar. De muchas mujeres principalmente, pero también de varones. Y ellos también van a ganar teniendo la posibilidad de dejar de lado este mandato que los oprime, los violenta y en determinados casos hasta los mata.